Lamentos lejanos reclaman la presencia
del que aún no se atreve.
Barcas rotas, timones astillados
desaconsejan la partida.
Niños tiritan de frío
y amapolas hambrientas
desnudan su olor sobre ciertos caminos inciertos.
El ocaso se viste de novio
y engalana a su novia –blanca azucena redonda-
con sus mejor traje de terciopelo negro.
Hay un crujir inmenso
como olas de carbón ardiendo
que sepultan la toalla húmeda
del tímido bañante nocturno.
El aire trae un nuevo aroma
-innombrado, incierto, virgen –
que destroza las puertas de las cuevas.
-ilusoria seguridad pintada en vetustas lenguas de madera-
El peligro acecha de nuevo
mostrando sus raíces más oscuras
-excitación y miedo trepando al unísono
por los balcones del alma aventurera-.
La lucha es cruel antes de dar el primer paso;
seguridad y desconsuelo
o abrir de nuevo las alas
a las llamas eternas que con facilidad consumen
la roca y la escarcha.
Titubeos…
tiovivos de caballos hambrientos…
estabilidad arrasada por violentos impulsos …
¡Si iré!
¡No iré!
El silencio espera eterno
un desenlace que sabe de antemano.
Niños se aferran a pupitres
con las manos gastadas de escribir casi siempre la misma lección:
“¡Cuidado amigo, el enemigo acecha tras los balcones!”
¡No iré!
Almas leprosas en pijama desnudan
¡al fin!
una manzana fresca con sus temblorosas y gastadas manos.
¡Si iré!
Silencio.
La eternidad destilándose gota a gota,
una mirada insomne escudriña murmullos imposibles,
La paloma muerta del anterior atrevimiento
yace de puntillas en recuerdos aún no sepultados.
No, ¡claro que no iré!,
Si, tal vez iré …
De improviso el Mar abre sus grutas más profundas
y el insolente naufrago que aún camina por la playa
se desnuda de toda hambre prestada,
de toda abundancia soñada,
y se adentra insomne, desarticulado, mohoso,
en la grieta que olvida los nombres de cuantos sí se atrevieron
en la grieta que olvida los nombres
y se nutre de los gestos que sí se expresaron.