La oscuridad chilla y retrocede asustada ante el sable de luz que la hiere. El muchacho, descalzo, desmelenado, mugriento de tantas primaveras clausuradas sin llegar a su esplendor, camina a tientas por las enormes habitaciones de la casa.. Una a una, sin prisa, sin tiempo, va desenrollando las persianas y abriendo de par en par las ventanas. La luz inunda y devora los remolinos de oscuridad que atemorizados se esconden por los rincones.
El muro resiste sabiéndose vencido de antemano. Las grietas que aparecen en su vientre no dejan lugar a dudas. La lluvia no cesa. El agua ya no quiere más muros protectores; ha parido una fiera salvaje que en sus entrañas ruge. El viento sopla con fuerza, excitado por los acontecimientos que se avecinan…
El muchacho descubre una sonrisa en su rostro. Su cuerpo comienza a moverse, ¡quiere bailar!. Da vueltas, cae, se levanta y vuelve a dar vueltas. La risa asoma una canción sagrada a la Esperanza. Todos los sinsabores se van disolviendo confundidos en el gesto liberador que descorre el velo…
El muro que se rinde y se desploma, destrozado a manotazos por el agua salvaje. El paisaje se inunda. Cuando se rompe el control sólo nos queda la fe y la confianza.
Era una mañana hermosa, azul, quieta, transparente. El viento, el ruido de
las olas al acariciar la arena, los chillidos de gaviotas dispersas, olores como llaves remotas que abren paisajes inaccesibles a la razón, el acantilado majestuoso inclinado reverentemente frente al Mar…
Podía percibir con claridad cómo cada célula de su cuerpo esbozaba una sonrisa. Ahora, por primera vez podía ver con claridad la Hermosura que lo rodeaba. ¡Y siempre había estado ahí!, y sin embargo, ¡cuánto sufrimiento innecesario para abrir los ojos al goce de vivir!. ¿Innecesario? parecen preguntar unas nubes al fondo, y los recuerdos comienzan a brotar de su memoria.
Mi hermano y yo éramos inconscientemente felices. La vida nos brotaba a borbotones y nos llevaba a encaramarnos a las copas de los árboles para observar los nidos o a revolcarnos en los charcos y cubrir de fango nuestra desnudez.
Un día mientras correteábamos por la falda de una montaña una hendidura oscura que resaltaba en ella hirió por primera vez nuestra inocencia. Las células de nuestro cuerpo, a coro, gritaban: “¡no os acerquéis a esa oscuridad; el precio que tendréis que pagar por querer saber es la confusión y la pérdida de la inocencia. Seguid jugando, en este hermoso valle no os falta de nada. No escuchéis la oscuridad de la grieta!. ¡Huid ahora que todavía estáis a tiempo!.”
“¡Oh, acercaos un poco más mis valientes niños! –susurró la grieta-. ¿Sabéis por qué ese coro interior de voces os invita a alejaros de mí? Quiere manteneros esclavos, quiere vuestra ciega obediencia y para ello os encadena a una inocencia que perpetúa eternamente vuestra niñez. ¿Queréis crecer? El camino pasa por mi oscura puerta, ¿no tendréis miedo, verdad?”
Nos miramos un instante a los ojos, después miramos el hermoso valle que nos rodeaba, la misteriosa grieta que nos invitaba a pasar, y de nuevo la mirada cómplice del otro. Con una leve inclinación de cabeza nos pusimos de acuerdo. La grieta sonreía con su boca oscura.
La oscuridad era tan densa que no podíamos vernos los pies al caminar. Íbamos embelesados, extasiados por la brillante oscuridad que nos envolvía, y, a la vez, por primera vez cautos. “Sólo un poco más –me decía- quiero descubrir qué es esta oscuridad; sólo un poco más y después regresamos”. “Vamos, hermano, avancemos un poco más”. Con un leve apretón de manos asintió.
En la oscuridad fuimos dejando a jirones la inocencia. En el valle solíamos jugar a “perdernos” sabiendo que no podíamos porque el corazón siempre nos llevaba de regreso “a casa”. Ahora, palpando el fondo de este mar oscuro, el corazón fue enmudeciendo presa del miedo o de puro descontento.
Había pasadizos por todos lados. Olía a cerrado. Nuestro ánimo se fue haciendo cada vez más sombrío. “¡Está bien, esto es la oscuridad que anunciaba la grieta!. La promesa se crecimiento que nos hizo no es otra cosa que andar perdidos, con los pies doloridos y el ánimo pesado como las manos de un muerto que se niegan a tomar un gramo más de vida.”
– Volvamos, hermano. Echo de menos la luz y el jolgorio del valle. Mi corazón se ha ocultado en la tristeza y el ánimo sombrío. Si en esto consistía crecer…¡yo no quiero crecer!
– Sí, vamos. Detesto este lugar que huele a mariposas disecadas.
Giramos. Volvimos sobre nuestros pasos tratando de alcanzar la otra grieta, la puerta que anunciaba la luz familiar de nuestro querido valle. Anduvimos no sé cuánto tiempo con el ánimo tenso, expectante.
No resulta fácil orientarse en la oscuridad con el corazón cerrado. La irritación como un enjambre de avispas hambrientas picoteaba nuestra determinación de continuar hasta encontrar la salida.
– ¿Por qué tuvimos que entrar?
– ¡Tuvimos que entrar! –dije con tono irritado- ¡tuvimos que entrar y ahora tenemos que salir!, ¡venga, no te pares! – y fingiendo un tono más amable- cuando salgamos nos reiremos de lo lindo –las palabras salían, sin embargo, de una forma que no infundían ánimo sino que añadían un matiz de desaliento-.
– ¡Estamos perdidos!, ¿no te das cuenta?. ¡Estamos perdidos de verdad!, esta vez no es un juego.
Me quedé en silencio sopesando las palabras de mi hermano…Sí, estamos perdidos –pensé-.
– ¿Y ahora qué haremos? –me preguntó-.
– Vamos a descansar. Es inútil entregar nuestras reservas de energía a esta oscuridad voraz que engulle nuestros pasos sin permitir que alcancemos su frontera.
– ¡Tengo frío!. ¡Tengo miedo!
– Confía. Mientras descansamos, algo ocurrirá que nos ayude –yo también sentía frío y estaba asustado-. Antes de caer rendido por el sueño me escuché pensando: “Luz del valle, ilumínanos para que podamos transitar sin traicionarnos del todo este laberinto tan oscuro”.
Esa noche tuve sueños extraños: cuerpos informes que caían por abismos oscuros, risas grotescas que se burlaban de nuestra luz escondida, máscaras de oscuridad brillante trenzadas en multitud de colores estridentes…, empujones, habitaciones cerradas atestadas de cuerpos humanos agitándose…
– ¡Despierta hermano!, tenemos que seguir nuestro viaje.
-¿Qué…qué pasa? Oh, está oscuro…¡no ha sido un sueño!
El cuerpo me pesaba. Me sentía nervioso e irritado…confundido.
– ¿Qué vamos a hacer? –prosiguió-.
– Lo único que podemos hacer. Seguir adelante.
Andamos en silencio un tiempo interminable. Pasadizos a la derecha, a la izquierda; a veces ascendían para descender un poco más allá. “¿Estaremos dando vueltas en un laberinto circular?, ¿cómo saberlo?”
Al filo de la desesperación alcancé a comprender que mientras mayor era mi determinación de escapar a esa siniestra oscuridad que nos asfixiaba, más nos adentrábamos en sus entrañas. Imaginé escenas de peces prisioneros en oscuras redes que se resistían a ser arrancados de su inmensa fuente, y mientras más se retorcían y empujaban y saltaban… más enredados quedaban en su destino fatal. “¡Quiero salir de esta oscuridad!, pero ahora sé que para salir tengo que entrar sin reservas, entregándome totalmente a ella. Confío en que mi luz no se apague del todo y me oriente en el camino de regreso”.
Así transcurrió lo que nos pareció una eternidad cuando, al filo de nuestra resistencia física, nos pareció oír un vago rumor de voces apagadas por la lejanía. Parecían proceder del este. Nos orientamos, ansiosos, en esa dirección hasta toparnos con una maciza pared que arrancó de cuajo el brote de esperanza que recién nos crecía. Como náufragos que sacan sus brazos del mar para ser vistos por el barco aún lejano, manoseamos la pared palmo a palmo con manos trémulas, negándonos a quedar sepultados por el desaliento. Al cabo de un intenso tiempo mi hermano gritó:
– ¡Aquí, aquí hay un pequeño túnel!, ¡escucha!, las voces proceden del otro lado. Es pequeño y estrecho pero creo que arrastrándonos por él podemos acceder a una nueva oportunidad.
Me asomé por donde mi hermano señalaba. “Sí –calculé- después de atravesar unos metros de angustiosa estrechez podemos acceder al otro lado”.
– ¡Yo entraré primero! –dijo mi hermano con determinación- si me quedo aquí esperando me va a estallar el corazón.
Cuando salí vi a un extraño grupo de personas que ataviados con máscara y extravagantes ropajes agasajaban a mi hermano y me ofrecían la bienvenida con extraños movimientos. Mi hermano me miraba sonriendo con complicidad. ¡estamos salvados!, parecía decirme.
La sala era inmensa, con un techo natural muy elevado del que colgaban numerosos focos de colores que proporcionaban una luz brillante y variada que yo percibía como una mala copia de la luz que habitaba en mi anhelado valle. Alrededor de la sala en la que estábamos había otras salas más pequeñas que se comunicaban con otras superiores a través de escaleras excavadas en la roca. Por todas partes iban y venían personajes escondidos tras sus máscaras grandiosas; todos parecían tener prisa y todos hablaban sin cesar, a la vez, sin que nadie pareciera tener el tiempo suficiente para escuchar.
Nos tomaron en brazos con metálica delicadeza y fuimos pasando de uno a otro hasta que se improviso fuimos lanzados a un estanque oscuro de agua helada. La respiración se me congeló, pero tuve reflejos suficientes para esconder en lo más profundo del pozo de mi alma la luz que me había traído del valle. Instintivamente salí a manotazos del agua. Un coro de personas nos esperaban con sonrisas pintadas en sus rostros. Nos secaron y pusieron uno de sus extraños ropajes. A mi hermano le colocaron una túnica brillante; en el pecho tenía un dibujo bordado de una luna y un sol que se peleaban a bastonazo. Detrás tenía bordado un camino estrecho, perdido entre montañas.
Vi su rostro por última vez antes que le pusieran la máscara que habían elegido para él. Estaba como adormecido. “¿habría apagado su luz el agua congelada del estanque?” –pensé-. La máscara que le pusieron tenía la forma de un libro abierto lleno de jeroglíficos, enigmas, tachaduras, frases llenas de sabiduría, fórmulas incomprensibles y conjetura diversas.
No me gustó lo que vi. Mi cuerpo se tensó como una vara. Luché y me resistí hasta agotar hasta la última gota de mi reserva de energía. Todo fue inútil. El multifacético grupo me atenazaba con gestos férreos que pretendían simular hospitalidad. Me colocaron la túnica; en el pecho tres puntos dorados entre paréntesis; en la espalda un signo negro de interrogación. Vi mi máscara, frente a frente, antes de que me la colocaran: angustia y miedo escondidos en una sonrisa seductora y evasiva, ojos soñadores que anhelan un hartazgo imposible. Una vez que la fijaron a mi rostro sentí con horror cómo le crecían tentáculos que se adherían por dentro a diferentes zonas de mi cuerpo. Un tentáculo se hundió en mi barriga y comenzó a chupar la energía de mis impulsos. Otro se enganchó a mi pecho y comenzó a succionar la energía de mis afectos. Otro en mi garganta y comenzó a controlar lo que debería o no ser expresado –realmente me hacía daño ese tentáculo, trataba de toser, de escupir, de gritar…todo inútil-. El último se hundió en mi cerebro y comenzó a nutrirse de mi energía mental –por momentos iba notando como me iba costando cada vez más expresar mis propios pensamientos, y sin embargo aparecían pensamientos extraños al servicio de los planes de la máscara. Ésta, con la energía que me iba robando se iba poniendo más y más brillante. Afortunadamente pude conservar el punto de luz arrojado en el fondo de mi alma, donde no llegaban las extremidades de mi “nuevo rostro”.
Y de esta forma comenzó mi exilio en la oscuridad. Al cabo de no mucho tiempo, mi cuerpo se convirtió en un campo de batalla. Por un lado los tentáculos iban creciendo más y más, absorbiendo cada vez más energía para realzar la brillantez de la máscara; por otro lado, la semilla de luz que mantuve enterrada en el fondo inaccesible comenzó a germinar y a extenderse muy lentamente, de forma imperceptible pero implacable. Yo me sentía desconcertado, confuso, a veces aterrado, a veces confiado… Había temporadas enteras en que me dedicaba a fingir sonrisas y amabilidades para usurpar la energía de otras máscaras en beneficio del brillo de la mía. También escondía entre canciones y risas el miedo a desaparecer infiltrado en cada poro de la máscara. Durante estas épocas no podía permanecer parado. Continuamente fabricaba impulsos que me propulsaban a futuros festines. Despreciaba lo que el momento me traía por considerarlo migaja de la comilona que me esperaba sólo un poco más allá, siempre un poco más allá. Durante otras épocas, sin embargo, podía ver lo absurdo de este juego insensato. Buscaba aislamiento y me dejaba caer en un dolor que achicharraba-y como supe más tarde allanaba el camino para la expansión de la luz -. Durante este tiempo observaba el comportamiento de las personas que me rodeaban y me sentía extranjero, condenado a vagar eternamente en el exilio, sin vislumbrar una salida que agujereara la inmensa oscuridad que percibía.
Recuerdo bien el día que, escondido entre unas piedras y observando lo que hacían los demás, tomé la determinación de salir de ese circo infernal al precio que me costara. Vi una persona prisionera de una máscara que tenía la forma de un maletín abierto lleno de billetes. Llevaba muchas bolsas en la mano. Avanzaba cinco o diez metros, miraba a un lado y a otro desconfiado; gruñía amenazador por si acaso y volvía a recoger otros bultos que había dejado atrás. Repetía la operación tres o cuatro veces hasta que todas sus pertenencias se habían acumulado en el nuevo lugar. Resoplaba, se volvía a agachar, cogía todos los bultos que podía y repetía la operación. Sentí compasión por esa persona. Recordé una frase de Jean Paul Sartre: “el hombre es una pasión inútil”. ¿Por qué gastar el tiempo de vivir en preocuparse y afanarse por cargar aquello que tendremos que dejar cuando partamos?
Otra persona con una capucha negra llena de lunares dorados avanzaba con un enorme saco. Miraba continuamente al suelo y de vez en cuando se agachaba y cogía un tipo de piedra , que al parecer valoraba mucho por lo que reía y bailaba cuando la encontraba. Seguía caminando hasta que descubría otra. Parecía satisfecha. Miraba de soslayo, con altivez, a las otras personas con las que se encontraba. Ella sí tenía un proyecto que daba sentido a su vida; cuando tuviera el saco lleno… Lo que me sorprendió fue que una de las veces que se agachó para incorporar una nueva adquisición, dejó el saco en el suelo y se entretuvo valorando algunas piedras de alrededor. Cuando se incorporó lo cogió al revés y al andar las piedras se iban esparciendo por el suelo. Esta persona seguía avanzando como sonámbula, sin darse cuenta. Cuando se volvía a agachar y se percataba de lo que había pasado se quedaba sentada en el suelo; lloraba y se tiraba de los pelos. Al rato se volvía a incorporar y comenzaba a regresar el camino andado para recuperar sus “preciosas piedras”. Y así una y otra vez.
De esta forma, escondido entre las rocas, pude ver con claridad que estábamos prisioneros en esta cueva. Éramos pilas que manteníamos en funcionamiento este juego sin sentido al precio de nuestra propias vidas.
A lo lejos vi llegar a mi hermano con su máscara de libro abierto. Iba recogiendo datos del entorno y anotándolo. A veces se detenía y tras una profunda reflexión gritaba una palabra y, satisfecho, la apuntaba apresurado en su libro. Me acerqué a él.
– ¡Hola, hermano!
– ¡Hola!. No te preocupes todo está bien.
– No, todo no va bien. Ya no aguanto más. Nada de lo que veo tiene sentido. Me marcho. No se aún cómo pero me voy, ¡eso seguro!
– Ya lo había previsto. Te veía muy raro últimamente. No te preocupes. Lo tengo todo anotado.
– Entonces…¿nos vamos?
-¡Claro!, ¡mira!, llevo anotado todo en mi libro. Siguiendo mis anotaciones podremos encontrar la salida. Tan sólo me faltan un par de datos y confirmaciones para terminar de configurar el mapa de esta caverna.
– Sí, eso mismo me dijiste hace ya tiempo.
– ¡Pero ahora es verdad! –me dijo irritado, conteniendo apenas el grito-. ¡Mira!, te lo demostraré. Según mis cálculos tenemos que salir por aquí, a la derecha.
– A la derecha hay una pared. ¡Mírala!, ¡deja de mirar tu libro!
– ¡No, imposible!. Según mis cálculos –y te aseguro que los he repasado minuciosamente- debe haber un pasadizo que nos lleve a esta zona. ¡mira! –me dijo señalando un punto en su mapa-.
– ¡No quiero mirar tu libro. Miro esta pared que es más grande y sólida que tu maldito libro! Por aquí no podemos pasar. Ven. ¡Tócala tú mismo!
– No entiendo…¿qué ha podido fallar? Tengo que repasar de nuevo todas las variables…
– Recuerdas el día que llegamos?
– Sí, lo tengo anotado.
– Cuando fui arrojado al estanque escondí el punto de luz que traíamos del valle.
– ¿El punto de luz?, ¿el valle?
– ¿No recuerdas el valle?
– Sí…bueno…Lo anoto: punto de luz, valle.
– ¡Ah!, ¡ahora lo veo claro!, ¡gracias hermano por inspirarme! No tengo un plan minucioso que nos garantice cada paso que tenemos que dar desde aquí hasta la salida, pero la luz que escondí ha ido creciendo dentro de mí y puede iluminar el siguiente paso a través de la oscuridad. ¡Ven, mira! –lo llevé a una zona retirada de los focos- ¿ves? la oscuridad se va abriendo paso a paso.
-¿Paso a paso? Bueno sí…lo anoto…paso a paso.
– ¡Mira!, ¿ves? Ahora el siguiente paso es adentrarnos en la oscuridad por aquí. ¡Vamos, hermano!, nada de esto tiene sentido.
– Sí, claro, aún tengo algunos datos que recoger…pero es la salida lo que busco… paso a paso…principio de la incertidumbre…lo anoto. ¡Vamos, vamos!
Y así, paso a paso fuimos adentrándonos en la oscuridad, alejándonos de la zona “civilizada”. No llevábamos andados ni cien pasos cuando escuchamos el rumor de voces agitadas detrás de nosotros.
– ¡Ahora a la derecha, tumbémonos dentro de esta grieta!
Vimos pasar a los centinelas con focos en la frente, llamándonos por nuestro nombre impuesto con tono estudiadamente conciliador: ¡soñador!, ¡marino errante!
Mi hermano me susurró:
– Son los centinelas. Alguna vez me han rescatado cuando me alejé en la oscuridad en busca de datos relevantes que anotar en mi libro.
– ¡Ahora, rápido. Unos pasos adelante! ¡Y ahora tumbémonos, mira a la izquierda, entremos por ese agujero !
Y de esta forma, tropezando, levantándonos, agachados, corriendo, arrastrándonos…fuimos avanzando en medio de la oscuridad entregándonos con fe al siguiente paso, hasta que, de improviso, llegamos a lo que parecía ser el final de la cueva. Un enorme agujero negro, un abismo infinito nos detuvo de un zamarreón . Mi corazón proyectaba un delgado chorro de luz que se perdía en la inmensa oscuridad del abismo voraz que nos invitaba a un salto mortal o a corre de regreso asustados como conejos.
– Mi libro nos llevó a una pared y tu maldita luz nos ha traído a la inmensa boca de este gigante dormido. ¡Ve comprueba!- dijo con ironía- ¡no podemos seguir!
En este momento comenzamos a escuchar de nuevo las voces de los centinelas:
– Deben estar atrapados en la orilla del mar que no se puede navegar. ¡Vamos, de prisa!, tienen que estar muy desorientados para haber llegado tan lejos.
– ¿Qué hacemos ahora? –dijo mi hermano con tono derrotado- .Yo confié en ti… no tenemos ninguna posibilidad. Escucha ya se acercan. Regresemos, ya se nos ocurrirá algo. Creo que esta experiencia me ha proporcionado los datos que necesitaba para pulir los defectos del mapa. ¡No mires tan fijo ese horror!, ¿no ves que atrae y atrapa la mirada? ¡Venga, vamos, regresemos!.
– Hermano, sabes que te quiero con todas las fibras de mi ser. Tomé la determinación de seguir los pasos que alumbrara mi corazón.. Y me ha traído hasta aquí, y sigue alumbrando la puerta de salida.
– ¡Pero es un suicidio!, ¿no lo ves?
– No, con esta máscara no puedo ver con claridad. Confío en que la luz del valle me lleve de regreso a su regazo.
– ¡No, por favor!, ¡vuelve con nosotros! Aquí no hay salida a ningún valle. Aquí huele al hedor oscuro de la muerte que anticipa tu entrega innecesaria.
– ¡Adiós, hermano. Te quiero!
Con suma facilidad me desprendí del abrazo que pretendía retenerme. Ya no era dueño de mis movimientos. La luz dentro de mí tenía la suficiente fuerza para mover mis músculos y orientarme donde quisiera.
– ¡Adiós, hermano!
-¡¡Nooo!!!
Me dejé caer. Plomo ardiendo. Mi cuerpo se contorsionaba. Ya no había invitados en la casa y podía despatarrarme. La experiencia era tan intensa que no cabía el miedo a la muerte. Me entregué a las sensaciones: fatiga, mareos, torbellino de imágenes disolviéndose… Sentía como la barriga se me abría y de mis entrañas salía un líquido amarillento y viscoso. Me iba vaciando mientras caía. De vez en cuando se desprendía de mí una intensa nube de ira.
Además la garganta se me iba abriendo y, de nuevo, pude percatarme de lo que me escocía. Apertura. Apertura. Esta era la palabra. Mi cuerpo se iba abriendo por dentro mientras caía y todo aquello que era postizo, que habitaba parásitamente en él, se iba desprendiendo.
Sin saberlo había adoptado la creencia que mi ser tenía un fondo, un suelo desde el que se expresaba. Ahora, cayendo, me daba cuenta que este fondo eran el miedo, la exigencia y todos aquellos sentimientos que trazaban una frontera imaginaria que no me permitían ir más allá. Ahora el fondo se iba abriendo más y más a otros fondos. Los límites de mi ser están más allá del perímetro de la máscara.
Por otra parte me daba cuenta que la máscara proyectaba, necesitaba proyectar un suelo amenazador que me destrozaría; sin embargo yo caía y caía y no recibía el golpetazo anunciado. Esto me ayudó a comenzar a disfrutar del viaje, a vivir cada instante, más allá o más acá del miedo. Y cuando vivimos sin miedo, la vida se convierte en una danza de amor.
Mientras seguía cayendo mi pecho se fue abriendo como cartón piedra ante el empuje salvaje del amor que ya no quería ser contenido durante más tiempo. El ruido de una tos antigua acompañaba el murmullo liberador del amor que se derramaba como una cascada de mi pecho.
Gracias –gritaban a coro todas las células de mi cuerpo-. Y de pronto, la oscuridad explotó transformándose en la luz serena que alumbraba mi amadísimo valle cada mañana. E inexplicablemente caí en ascenso hasta la cima de la montaña más alta del Jardín.
Las lágrimas caían como frutos maduros que, agradecidos, se entregaban al Canto de Amor que el paisaje cantaba. Mi cuerpo se convulsionaba en una risa imparable y danzaba, danzaba como un loco.
La oscuridad chilla y retrocede asustada ante el sable de luz que la hiere. El muchacho, descalzo, desmelenado, mugriento de tantas primaveras clausuradas sin llegar a su esplendor, camina a tientas por las enormes habitaciones de la casa.. Una a una, sin prisa, sin tiempo, va desenrollando las persianas y abriendo de par en par las ventanas. La luz inunda y devora los remolinos de oscuridad que atemorizados se esconden por los rincones.
El muro resiste sabiéndose vencido de antemano. Las grietas que aparecen en su vientre no dejan lugar a dudas. La lluvia no cesa. El agua ya no quiere más muros protectores; ha parido una fiera salvaje que en sus entrañas ruge. El viento sopla con fuerza, excitado por los acontecimientos que se avecinan…
El muchacho descubre una sonrisa en su rostro. Su cuerpo comienza a moverse, ¡quiere bailar!. Da vueltas, cae, se levanta y vuelve a dar vueltas. La risa asoma una canción sagrada a la Esperanza. Todos los sinsabores se van disolviendo confundidos en el gesto liberador que descorre el velo…
El muro que se rinde y se desploma, destrozado a manotazos por el agua salvaje. El paisaje se inunda.
Los olores frescos acariciaban mis fosas nasales depositando secretos perfumes en cada poro. Los colores brillantes lavaban mis últimos jirones de oscuridad. Formas hermosas como árboles, plantas, rocas exquisitamente labradas por las manos del Amor me saludaban. El viento excitado me llamaba risueño entre las ramas de los árboles, y el murmullo de los animales entonaban un cántico de bienvenida.
Yo era Jardín, siempre lo había sido y siempre lo sería. Ahora podía saberlo. La oscuridad del interior de la montaña no era más que una ruta de acceso para abrirme a este reconocimiento de forma consciente.
De forma súbita, un intenso sueño se apoderó de mi cuerpo recordándole la fatiga del camino de regreso. Sereno me entregué a sus aguas profundas.
Cuando desperté estaba a la orilla de un inmenso Mar. Era una mañana hermosa, azul, quieta, transparente. El viento, el ruido de las olas al acariciar la arena, los chillidos de gaviotas dispersas, olores como llaves remotas que abren paisajes inaccesibles a la razón, el acantilado majestuoso inclinado reverentemente frente al Mar…
Podía percibir con claridad cómo cada célula de mi cuerpo esbozaba una sonrisa. Ahora, por primera vez podía ver con claridad la Hermosura que me rodeaba. ¡Y siempre había estado ahí!, y sin embargo, ¡cuánto sufrimiento innecesario para abrir los ojos al goce de vivir!. ¿Innecesario? parecen preguntar unas nubes al fondo.
Comencé a corretear por la playa. Sentía la fuerza de un cachorro y la sabiduría de un anciano que había recibido de nuevo el regalo de la inocencia. A una distancia de unos cien metros vi que un grupo numeroso de personas estaban sentados frente al Mar. ¡Qué bien, compañía!, me dije, y me acerqué a ellos con curiosidad: “¿qué estarán haciendo?”
Cuando llegué a la altura del primero vi que tenía los ojos cerrados. Parecía sufrir intensamente. Gruñía, resoplaba. A veces gritaba “¡No, no!”, moviendo la cabeza de un lado para otro. Me acerqué al siguiente y lloraba intensamente, y también mantenía los ojos cerrados. Fui corriendo de uno a otro, cimbreándolos por los hombros, todos tenían los ojos cerrados. Estaban soñando. Peligros, pérdidas, castigos, abandono, miedo, mucho miedo. Y nadie parecía darse cuenta del esplendor del inmenso Mar que nos aguardaba.
De repente eché a corre en una dirección imprevista. A lo lejos vi a mi hermano sentado. “¡Hermano!”, corrí hacia él, y cuando llegué a su altura pude comprobar que también tenía los ojos cerrados. Su cuerpo se movía imperceptiblemente y murmuraba palabras ahogadas. Me acerqué más a él, fundiéndome en una abrazo, y pude escuchar que decía: “lo tengo anotado, lo tengo anotado”. Lo miré con amor. Los miré a todos con amor sabiendo por primera vez que todos eran mis hermanos. Una voz cantarina dentro de mí dijo: “¡Mira con atención en su pecho!”. Lo hice y pude ver con alegría que un punto de luz iba creciendo imperceptiblemente alumbrando nuevos vericuetos a cada instante. Todos tenían este maravilloso punto de luz multiplicándose. Todo el que sueña termina despertando. ¡Gracias, Amor!.
Ahora sentado entre mis hermanos, miro agradecido la belleza que nos envuelve. Los recuerdos se van disolviendo como huellas mojadas por los besos del Mar. ¡Todo está bien como está!. No puedo dejar de mirar la belleza infinita del Mar que nos contempla. Cuando todos estemos despiertos, dice mi voz cantarina, entraremos de la mano en el Amor infinito que nos aguarda.
– ¡GRACIAS!.